Por Carlos Lozada
En cada rincón de nuestras vidas hay lugares que dejan huellas imborrables, y para mí, ese espacio es «El negocio» de mi abuelo, Alfredo Pichardo. Un lugar que no solo fue un punto de encuentro, sino también un auténtico maestro que moldeó mi carácter y me enseñó a ser quien soy hoy. Allí, entre estantes llenos de recuerdos y aromas familiares, aprendí a amar el trabajo, a valorar las palabras y a leer entre líneas. Fue en ese refugio donde comprendí el verdadero significado de la honradez, la libertad y el esfuerzo.
El tiempo ha pasado factura en sus paredes, pero no ha podido borrar los hermosos recuerdos que guardo en mi corazón. Es imposible no estremecerme al evocar las imágenes que aún danzan en mi memoria. Me veo a mí mismo entrando y saliendo del negocio, como un niño curioso en busca de aventuras. Camino nuevamente por aquel lugar: miro las sillas desgastadas por el uso, el estante repleto de productos sencillos pero significativos, el mostrador de vidrio que resguarda secretos del pasado. A la izquierda, la nevera que solía contener refrescos fríos; a la derecha, el enorme radio Phillips que llenaba el aire con melodías nostálgicas. Los sombreros colgando en lo alto y las alpargatas alineadas dentro me transportan a tiempos donde cada detalle contaba una historia.
Y lo más importante: veo a él. Mi abuelo sentado en su silla, con el brazo reposado y esa mirada profunda que siempre sabía dónde encontrarme. Aunque nunca se volvía, sabía que Carlitos estaba ahí. Lo recuerdo fumando con elegancia mientras disfrutaba de su comida caliente, rodeado de amigos con quienes compartía risas y anécdotas. Cada saludo era una ceremonia cargada de respeto: «¿Cómo está Juan Benítez?» resonaba como un mantra en aquel espacio sagrado. Observarlo era mi pasión; él era un hombre bello y altivo, con una forma única de hablar: inexpresivo pero profundo. Su piel clara, sus manos grandes y sus ojos brillantes cautivaban mi atención; lo miraba una y otra vez, embelesado.
El negocio es uno de mis pequeños pedacitos de cielo; tengo pocos y los atesoro como tesoros invaluables. Trasciende tiempo y espacio; fue el refugio donde mi abuelo pasó sus últimos años de trabajo y vida. En ese lugar sagrado, a nadie molestaba mi abuelo ni nadie le incomodaba a él. Cuántas veces habrán sentido esas paredes el latido del corazón de un abuelo y su nieto juntos.
Hoy me pregunto: «Dime negocio, ¿en algún lugar existe una réplica de cómo eras tú? ¿Está él aquí conmigo? ¿Podría yo volver a entrar?» La nostalgia me envuelve mientras busco respuestas en el eco de esos días pasados. Dime negocio, por favor, ¿me esperas? Quiero que me reciba él una vez más, para seguir aprendiendo en ese pequeño universo donde los recuerdos nunca se desvanecen y el amor permanece intacto.
Así es «El negocio» de Alfredo Pichardo: un legado imborrable que vive en cada rincón de mi ser.
Este artículo es un homenaje a un lugar que, más allá de ser un simple negocio, fue un espacio de aprendizaje, amor y recuerdos imborrables. Un rincón donde la vida y las enseñanzas de un abuelo se entrelazaron con la inocencia y admiración de un nieto.

